jueves, 10 de diciembre de 2009

Resiste Hasta Morir

La masa baila.


El bom-bom-bom- bo

marca el pulso.

Tweeters escupen agudos.

Tenso el muslo.

Ojos rasgados.

Me miran.

El espejo pared es la estrella de la noche conteniendo el reflejo de los danzantes, absorbiendo sus almas. La bella de extraña mata dorada, delineador rabioso, sonrisa pétrea carmesí, protegida por el rayo amarillo, emerge de la pana negra. Dulce planta carnívora.

La quiero.

               La busco.

                             Voy hacia ella.

                                                   Paso directo.

                                                                  Amago y bamboleo.

                                              Pasos cortos.

                                                                  Dos, seguidos.

                                                                                        Rápidos.

                                                                                                      Precisos.

                                                                                                                     STOP.

                                                                                                                               Amago.

                                                                                                             Uno y dos.

                                                                                                                              P a s o l a r g o.

                                                                                                                               ¡Ahora!

Estoy al lado de ella. Siguiendo el ritmo, suelto las palabras. Me mira, me ignora. No más sonrisa, una raja. Es ella y el espejo. Continúo articulando, profiriendo, orando. Sus poliméricos labios se arquean un instante. Es mía, me entusiasmo. Pronuncio, emito, despacho más palabras. Las ignora. Ella y el espejo, el uno para el otro. Ya no me importa. Mis hijas, las palabras, brotan y brotan de mi boca. Cobran vida, me rodean. Son amables, mis compinches, las palabras. Río a carcajadas, jotas y aes bailan alrededor de la blonda enamorada del espejo, de sí misma. Hablo, hablo, hablo, poseído por la fuerza generadora de mi voz. Entro al baño, riego el mingitorio y ellas a borbotones son escupidas por mi boca. Vuelvo a la pista, dejo atrás la barra y subo las escaleras, declamando entre risas, escoltado por ellas, las palabras. Saludo hacia la masa danzante con la mano e irrumpo en la fría calle.

Mis compañeras se desvanecen. Oscuridad. Gélida soledad. Un perro con la mandíbula inferior arrancada, cayéndose moribundo y sangrante, irrumpe por la esquina. Otros dos, robustos y famélicos, lo persiguen. Alcanzan al herido. Se arrojan sobre él. Lo muerden gruñendo con furia. Tironean de sus patas traseras queriendo desgarrarlas. El moribundo se retuerce. Apenas lucha. Un aullido quiebra las tinieblas. Un cerdo enorme, mugriento, peludo, acomete por la misma esquina. Se abalanza sobre el animal rendido. Cebados por la sangre que corre, los tres voraces, descuartizan al animal que chilla como un infante humano ¡Qué estoy viendo! ¡Un taxi! Lo paro.

– ¡Sáqueme de aquí!

– Tranquilo, pibe ¡¿Qué tomaste?!

– Nada , nada –contesto. La vereda está desierta. Le digo al tachero a dónde ir. Arranca.

– Me asustate, flaquito –confiesa. Sonrío. Es humano, se asusta, habla, fuma cigarrillos, escucha tangos, puedo irme a dormir... lástima no haber ganado una hembrita.

En casa me pongo piyamita y me acurruco bien bajo las mantas. Los párpados ceden. Un pequeño y suave remolino en la coronilla endulza el viaje. De pronto un estruendo ¡Un quilombo terrible! ¡¿Qué está pasando?! A través de la pared que separa mi vida de la de los vecinos llegan las acaloradas voces de una agria discusión entre dos o tres personas. Vidrios crujen. Vuelcan una mesa. Chillidos femeninos. Insulto masculino y dos disparos ¡DOS DISPAROS! Mi corazón se detiene ¡No, mi Dios, me muero! Lub-dup, arranca de nuevo ¡¿Qué está pasando?! Miro la pared. No me contesta. Acomodan un mueble. Pasos. Voy hasta la puerta. Abro una pequeña rendija. La puerta del departamento de al lado se abre con un tímido chirrido. Asomo apenas mi hocico.

– ¡¡ADENTRO HIJODEPUTA!! –grita el cañón de un revólver gigante ¡¡¡SLAM!!! Cierro la puerta y me arrojo a la cama como un clavadista mexicano.

Amanece. Los rayos del sol hacen vuelo rasante sobre el asfalto de las avenidas rebotando sobre piedritas que, por un instante, parecen preciosas. TOC TOC. Sobresalto y salto de la cama a ver quién es. Una vez más soy un inconsciente y abro. Mil watts velan mi retina. Caigo de espaldas, no puedo reprimir un sollozo.

– ¡Somos de Telediario! ¿Qué podría decirnos de este salvaje asesinato perpetrado nada menos que pared de por medio de su propia vivienda? –invade un cronista apuntándome con un micrófono. El sollozo se convierte en un llanto a gritos.

– Calma, joven, tranquilícese. Veo que era allegado de la parejita masacrada – respondo que no con la cabeza.

– ¿Que le ocurre, entonces? –interroga con falsa dulzura.

– Me asusté.

– No es para menos –acota y gira enfrentando a la cámara– Es comprensible. Que acontecimientos como estos, ¡crímenes salvajes!, nos asolen a cotidiano en este convulsionado Buenos Aires de hoy, es para que este joven, usted señora y yo, estemos todos muy asustados.

– No, no... –interrumpo ya más compuesto– No, no es eso... –el cronista se vuelve hacia mí bruscamente.

– Entonces, ¿qué es lo que lo asusta?

– ¡Usted!

– ¿Te referís a mí? ¿Yo soy de temer? ¿Yo? ¿Yo? ¿Yo? ... –el cronista queda tildado. Todo lo que está más allá del cuarzo con el que me tuesta el asistente del camarógrafo es una oscuridad misteriosa. Una figura inquieta avanza quedando parcialmente iluminada ¡¡¡¡ES ÉL!!!! ¡¡¡¡¡EL ASESINO!!!!! Me mira con una sonrisa feroz ¡¡¡¡¡¡ES UN CANA!!!!!! Empujo al cronista, al camarógrafo y al asistente afuera del depto gritando como un loco.

¡¡¡NO SE NADA!!! ¡¡¡NO VI NADA!!! ¡¡¡FUERA, FUERA!!!







– Tu situación actual no está bien, tenés todo en baja. Recién en dieciséis días va a estar todo arriba. Pero no desesperes, vos seguí bajando y bajando y cuando toques fondo, ¡empujá para arriba! –aconseja Piero, mi amigo parapsicólogo, calculando el biorritmo– Recuerda que es sabio aquel que como el agua, llena todos los baches y se adapta a todos los continentes –dejo al místico satisfecho con su frase y voy para el centro, a la casa de mi novia, la exuberante F.

– Llegás justo, estaba terminando de poner la mesa –dice invitándome a pasar. En una de las esquinas del único ambiente, un arbolito de navidad me sorprende con su centenar de luciérnagas multicolores. Me acerco. Observo sus ramas nevadas y los infaltables adornos, las bolas de cristal de colores. Al pie del árbol se extiende un pesebre de porcelana con un niño rozagante, que dista mucho de tener el aspecto de un recién nacido. También está María, hermosa y con sus labios abiertos mirando al cielo; José, de barba cana y con gesto adusto, mira al niño. Los reyes, ricachones rebosantes de oros, los rodean. Toda una multitud de animales domésticos completa la escena. A un costado, una mesa con un mantel de hilo ofrece un delicioso banquete, nueces, almendras, higos, dátiles, confituras, frutas abrillantadas, pan dulce casero y turrones de yema de huevo, mis preferidos. Con sólo ver la mesa recuerdo que tengo una bolsa crujiente llamada estómago dentro de mi ser carnal. Olas de saliva saltan de mi boca, me arrojo sobre la mesa, enceguecido por el hambre. Engullo a dos manos los reconstituyentes manjares ¡Están riquísimos! La bella F goza con mi voracidad. Con su andar gatuno, va hasta un fonógrafo y pone un disco de pasta. Navidad Blanca de Bing Crosby. Me atraganto y giro hacia ella, alarmado.

– ¿Qué te pasa, no te gusta la navidad? –pregunta.

– Para ser sincero, no. No me gustan. Sé que no tengo motivos ni los voy a inventar ahora, mucho menos considerando que hoy es ¡veinticuatro de julio, F!

– ¿Y? –se acerca con su andar– No veo cuál es la razón para que te pongas así.

– Es que estoy desesperado... Esta madrugada hubo un asesinato al lado de casa, después a la mañana vinieron los de Telediario. Estoy muy mal ... –y no puedo seguir lamentándome porque F se coloca encima mío, poco a poco me envuelve y después de hamacarnos cadenciosamente quedo tirado, todo empapado en su gel visceral. Necesito una lengua animal que me lama para que pueda volver a respirar por mí mismo ¡SLURP! Cumple F, luego me toma de la mano y me lleva a la casa de una amiga.

– Ella tiene lo que vos estás necesitando.

– ¡Maravilloso! –exclama esa voz como de locutor que siempre resuena en mi interior, mientras mis ojos miran pasar a través de la puerta plegable del ascensor, jaula negra de hierro forjado, los números de los pisos estampados sobre óvalos enlozados– ¡Realmente maravilloso! Todo el mundo sabe lo que el otro no sabe de sí mismo. X sabe lo que a P necesita. P a su vez sabe lo que M necesita ¡Nadie sabe nada! Pero, yo estoy chocho de alegría porque F, mi ocasional benefactora, sabe lo que yo necesito y lo tiene su amiga.

Llegamos a un edificio de dos pisos. Subimos una escalera de peldaños de mármol y baranda de bronce. Una mujer extraña de cabellos cortos negros y ojos fríos nos invita a pasar, antes mira para todos lados.

– Pasen, pasen, pónganse cómodos que yo estoy en una historia, en unos minutos vuelvo con ustedes ...

– Historia, ¿eh? –digo cuando se va– ¿En qué historia está metida esta mina? –sobre una mesita veo unas botellas. Voy hacia ellas, Gin, vodka y un Ballantines ¡Un Ballantines! Esto debe ser algo digno de catar, me digo. De un aparador tomo un vaso y me lo sirvo bastante cargado. Hago un fondo blanco. ¡Buen whisky! ¡Cheto! Pasó por el esófago sin hacerme sufrir, una delicadeza. Me sirvo otro. Lo bebo. ¡Ja ja ja ja ja ja, está muy bueno!

– ¿Y Ojos Fríos? –pregunto a F entre risas.

– ¡¡Shhhh!! Portate bien y no le pongas nombres raros, ya dijo que está haciendo negocios.

– ¡Negocios! Negocios son negocios, ¿qué clase de negocios hace tu amiguita? –insisto con la suspicacia. Me tomo el tercer whisky ¡Uyyy uuuuuuuyyy uuuuuuuyyyy! El hepatos se hace presente a la fiestita. Aquí estoy yo dice inflamándose y me dejo caer en un sillón hundiéndome entre las flores de los almohadones. Entra Ojos Fríos toda pizpireta, seguida de una sombra alta y flaca. Se hace la luz y el que era sombra tiene sus ojos oscuros clavados en los biliosos míos.

– ¿Nos conocemos de algún lado? –pregunta ¡¡Es él!! ¡¡¡El asesino!!!

– ¡No! ¡No nos conocemos! ¡No vi nada! –respondo entre sollozos. F y su amiga me observan con aversión. El flaco las saluda secamente. A mí me hace una pequeña venia y se va. Lloro a moco tendido.

– ¡F! ¡¿Qué le pasa a tu amigo?! –pregunta Ojos Fríos.

– Está necesitando tu medicina –contesta la otra.

– ¡¿Medicina?! –me alarmo– ¡¿Qué medicina?! ¡¿Qué me van a hacer, traidoras?! –Ojos Fríos vuelve a la habitación contigua y reaparece portando una bandeja de plata que espeja en su superficie una pronunciada montañita de polvo blanco.

Noche. Avenida. Corro siguiendo el ilusorio cordón de luces azafranadas de las farolas. Corro y corro queriendo alcanzar el inalcanzable punto de fuga. El frío lo posee todo. Agujero negro, me sumerjo en él. Escaleras abajo, allá voy.

La masa baila.

El bom-bom-bom-bo

marca el pulso.

Tweeters escupen agudos.

¡¡¡¡NO!!!! Salgo corriendo escaleras arriba. Cruzo como un relámpago calles y avenidas. Autos y motos nada son para mí. La autopista se abre al frente. ¡¡¡AAAAARF!!! La devoro con mi velocidad. Llego al aeropuerto. Todavía puedo tomar el último vuelo. American Airlines. Un pasaje a Hollywood ¡Alguien va a pagar por todo esto! Beverly Hills.

¡¡¡¡SYLVESTEEEEEEER!!!! –aúllo cuando lo veo.

Y le rompo la cara a Stallone (miembro honorable de la reserva de occidente).

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El trofeo

La nave es atraída irremediablemente hacia la luna terrestre por una fuerza desconocida. Ot Brun manipula la esfera de cristal con dedos frenéticos. Los comandos vivientes no responden. Abandona la butaca, enfrenta al cilindro de cristal que contiene el cuerpo inerte. Observa al guerrero. Aprieta los puños, él es el único entrenado, lo acompañan tres androides tripulantes, incapaces para la lucha. Despertar a su presa no está en sus planes.
El navío estelar avanza hacia la zona oscura del satélite, aspirado por la extraña fuerza. Ot Brun gruñe. Los Señores de la Vida, cuando contrataron a los esbirros de Rigel, garantizaron que Sol 3 había sido declarado zona de exclusión, que ninguna otra civilización intervendría en las operaciones que se desarrollaran en el área. Ot Brun no comprende qué significa esa intromisión. Insiste con los comandos. No responden. Convoca a los androides. Nada, están inactivos. La astronave atraca con suavidad en una lanzadera invisible. La luz se hace de pronto, deslumbrándolo.
– ¡Humanos! –ruge. Tres de ellos se aproximan. Casi desnudos, sólo con los testículos y el pene cubiertos por una bolsa atada a la cintura. El rigeliano descubre que está dentro de una gruta aislada por una cúpula gravitatoria.
– ¡Abra la escotilla! –ordena un humano, en lengua de Ad-Dabaran. Resoplando, Ot Brun obedece. Los tres hombres ingresan a la nave. Recorren el pequeño laberinto sin dificultad hasta llegar a la sala de control. Ot Brun los encara receloso.
– ¡Están violando la zona de exclusión!
– Nosotros no violamos nada, gigantón. Pertenecemos a esta zona –Ot Brun observa que son puros, sin ningún tipo de intervención quirúrgica ni manipulación genética. Uno de ellos se detiene junto al cilindro de cristal.
– Liberá a nuestro hermano.
– ¡Él me pertenece!
– Nadie lo niega, gigantón. Pero aquí, en nuestra base, los dos son nuestros invitados –interviene el primero–. Liberalo.


Rohul, aún aturdido, rodeado de humanos como él, mira a su alrededor con ojos fascinados. Ot Brun camina con aprensión tras él, escoltado por cuatro mujeres de fuerte contextura. Avanzan por pasadizos cavados en la roca. Hombres y mujeres, todos puros, se unen a la comitiva. El rigeliano, aparatoso en su traje, los mira con recelo. Machos y hembras sólo con sus genitales cubiertos, lo ignoran. El corredor se ensancha y culmina en un gran domo de roca azul. Rohul distingue una figura sentada sobre una plataforma con las piernas cruzadas en el centro de la estancia. La figura se yergue con gracilidad. Todos se detienen. Un estremecimiento turba al guerrero. Sus pupilas se abren tanto que queda por un instante enceguecido. El rostro de Ot Brun se ensombrece. Se adelanta dos pasos. Sus escoltas avanzan con él.
– ¿¡Estás a cargo de este asentamiento!? –la mujer, ataviada sólo con un conchero, deja escapar una suave risa. Los otros humanos la acompañan en la hilaridad.
– Sos muy gracioso…
– Deseo hablar con quien esté a mando.
– Aquí no existen escalafones. Yo soy la que Comprende… ¿si eso te basta?
– Entonces, eres la líder –la piel morena de la mujer refleja luces doradas que penden en el vacío de la gran bóveda. Torciendo apenas los labios, levanta una ceja
– ¿Vos quién sos?
– Ot Brun. Oriundo de Uris, planetoide en la orbita de Rigel, comandante del Domo Austral Occidental en el Planeta Tierra.
– Mi nombre es Ewa.
– Mujer, ¿cómo se atreven a quebrantar el pacto que Johannes Van der Waals V firmó con Los Señores de la Vida?
– Ese acuerdo no nos alcanza. Van der Waals V, sin tener derechos auténticos, pactó sobre los cuerpos de los humanos sobre el planeta Tierra. De mucho antes de ese lamentable hecho que nosotros habitamos la Luna, comandante. En cambio, Ot Brun, vos sí que infrigiste las reglas... –Ot Brun se encoge.
– Nunca he sido un trasgresor, hembra.
– Sí que lo fuiste. Y la trasgresión fue muy grande, comandante. Permitiste que un vampiro de Jabbah se filtre entre los supervivientes puros.
– No… no pude impedirlo…
– Los markabianos no lo van a considerar así, comandante –los hombros del rigeliano caen agobiados.
– ¿Cómo lo sabés?
– Sé que ellos tenían otros planes para el reducido grupo de sobrevivientes humanos de la Tierra –los ojos de Ot Brun se inyectan, comienza a temblar–. Llévenlo a una cámara. Que se relaje, si puede... –las cuatro guardianas conducen a Ot Brun fuera del recinto. La mujer sujeta con la mirada a Rohul. Los ojos del guerrero se anegan. Una convulsión lo sacude. Gime.
– ¿El golem que liberé, era un vampiro? –alcanza a preguntar. La mujer asiente. El guerrero se deshace en un desesperado llanto.
– Déjenme a solas con él.


Ewa y Rohul caminan por una cornisa en lo alto de la cúpula. El paisaje lunar se extiende más allá de la campana protectora. El guerrero mira todo, obnubilado. Sus ojos vuelven una y otra vez hacia ella. Busca captar cada detalle del voluptuoso cuerpo.
– Ewa quiero quedarme aquí – ella sonríe– Te amo, Ewa.
– Es transferencia, no amor –Rohul la toma entre sus brazos. La estrecha con fuerza. Ella lo mira sin temor. La besa. Ella no responde. El miembro viril de él se empina. Le quita el conchero. Ella no lo detiene. Imperturbable deja que haga. Rohul intenta penetrarla. Ewa con un simple movimiento de cadera lo rechaza. Él eyacula sobre los muslos de ella. Rohul cae de rodillas. Solloza. Ella se acuclilla junto a él.
– Tranquilo. Tenés que aprender a contenerte.
– Te amo de verdad, Ewa.
– Sólo me deseas.
– Quiero estar siempre a tu lado.
– Pronto vas a partir.
– ¡No! ¡¿Por qué?!
– Tu destino está atado al del rigeliano. Aceptaste su propuesta de intercambio.
– ¿Por qué capturaron la nave de Ot Brun?
– Queríamos conocerte. Mostrarte que la libertad es alcanzable.
– Pero no puedo quedarme...
– Rohul, la libertad, vas a tener que ganarla –dice ella. Ot Brun, escoltado solamente por un hombre, se les acerca. Mira adusto a su trofeo. Rohul le devuelve la mirada con odio.
– Debemos seguir nuestro camino –anuncia el rigeliano.
La nave asciende hacia la negritud. Ewa observa desde lo alto de la cúpula. El cono plateado se aleja rumbo al extremo de la vía láctea.
– Es sólo un niño –suspira Ewa.

(viene de Golem Recargado)

lunes, 26 de octubre de 2009

Una conjetura

El cuerpo enfrenta el vacío. Al borde del fiordo realiza el movimiento de arrojar un guijarro. Una, dos, tres veces. Luego una quietud ataráxica se adueña de la figura. Más tarde realiza el ademán de dejar caer el pedrusco, pero las falanges de la mano no responden y el guijarro continúa aferrado. Los ojos apagados del joven se encienden. Los labios hasta ahora firmemente sellados, se entreabren. Las pupilas se pegan al extremo izquierdo de los párpados. Entre dientes ordena a su brazo levantar la piedra a la altura de sus ojos. El miembro no realiza movimiento alguno. Comienza a sudar.
– ¡Socorro! ¡Estoy paralizado! –intenta gritar pero apenas alcanza a farfullar. Desfallece. Entonces Ulises Fatur se ve a sí mismo, inerte, al borde del fiordo Un estruendo como una explosión aturde de repente la percepción auditiva del muchacho y ve a través de sus ojos la orilla opuesta. Inicia una vez más el movimiento de arrojar el guijarro. La piedra sale disparada de su mano. Se hunde sordamente en las aguas del lago. Repite el mismo movimiento otras doce veces como un autómata. Luego hace el ademán de dejar caer el guijarro que ya no tiene en la mano y la levanta a la altura de sus ojos. Observa sus dedos con extrañeza. Ya no recuerda nada del terror experimentado hace instantes. Se encoge de hombros y gira sobre sus talones, encaminándose rumbo al campamento. Anda así unos metros cuando evoca haber vivido con anterioridad esa situación. Acompañado por la extrañeza baja por el sendero que lo lleva hasta la ruta. Observa que su sombra lo antecede vibrando sobre la grava. Se detiene, recuerda que había hecho la misma observación un momento antes, cuando hacía el camino de ida. Consulta el reloj. Habían pasado más de seis horas. No recuerda nada de lo acontecido en la excursión. Ni siquiera recuerda haber estado pensado en los temas que lo trajeron a los lagos de la Patagonia. Camina por el borde de la cinta asfáltica mirando el suelo por delante de sus pasos. Llega al campamento sudado y sediento. Esquiva cuerdas y tirantes hasta encontrar en el laberinto de carpas la parcela dónde tiene armada la suya, un iglú de alta montaña. Bebe agua de una botella plástica que conserva dentro de una hielera, bajo la sombra de un toldito que instaló entre la entrada de la carpa y la rama de un pino. En la parcela vecina unas chicas arman una carpa canadiense. Chillan y ríen mientras clavan las estacas y extienden las cuerdas de los tirantes en forma exagerada. Las mira de soslayo. Observa que son tres y llamativas. Entra a su carpa. Vuelve a salir con un cuaderno de notas. Se sienta en un banco desplegable. Abre el cuaderno. Pasa las hojas. Se detiene en una.
– ¡Qué concentrado que está! –comenta una.
– ¿No le interesará compartir con nosotras sus desvelos? –continúa otra. Él las mira disgustado.
– Se está enojando, pobre… –interviene la tercera. Las tres se largan a reír. Ulises entra al iglú, sonrojado.
El objetivo de su viaje a los lagos del sur era el de encontrar paz y tranquilidad para reflexionar acerca de sus últimos descubrimientos relacionados con la conjetura de Maldacena. Hasta ese día había encontrado muy poco de una y de la otra. Toda las noches fogones y guitarreadas, luego jadeos y gemidos en carpas vecinas. Durante el día se cruzaba con contingentes de muchachos y muchachas por todos lados. Salvo ese día en que encontró un lugar como el que había estado buscando, sin presencia humana, alejado del campamento, donde el lago hería profundamente a la tierra y la costa era una pared escarpada. Un paraje apartado de los senderos habituales. Pero ahora no recuerda nada de lo que ocurrió. Se esfuerza en realizar una reconstrucción eidética de la excursión. Una imagen cobra forma en su mente. Ulises había llegado al acantilado lacustre siguiendo a una extraña mancha que se le aparecía en forma intermitente en el campo visual. Por momentos era opaca y oscura luego iridiscente para convertirse después en un destello plateado intermitente. Al principio creyó que se trataba de agotamiento, casi no había podido pegar un ojo en las tres noches que estaba acampando. Luego pensó que se trataba de alguna afección en la retina. Pero la mancha aparecía en diferentes puntos, y cuando titilaba en un mismo sitio este se mantenía aunque fijase la vista en otro lugar. Entonces decidió caminar en la dirección en que aparecía el fenómeno. Así fue cómo llegó al borde del escarpado fiordo del lago Nahuel Huapi.
Cena frugalmente. Entra a la carpa temprano dispuesto a dormir. Sus vecinas, sentadas sobre unos troncos, cantan canciones, dos de ellas rasgan unas guitarras afinadas en tonalidades muy particulares. Sus voces suenan armónicas y, escuchando la canción de versos extraños, Ulises se duerme profundamente. Se ve a sí mismo saltando del acantilado a las oscuras y frías aguas del lago. Chapuza en el líquido helado y se despierta. No está en su carpa. Desnudo y empapado, el gélido viento nocturno lo hace tiritar. Una suave voz femenina acaricia sus oídos.
– ¿Deseas calor? –Ulises tiembla tanto que no puede contestar, asiente buscando a su alrededor a la mujer. Está sólo y sin saber dónde. Como un suave arrullo la voz se manifiesta nuevamente.
– ¿Querés verme? –asiente mirando fijo a un punto frente a él, donde la oscuridad parece ser más densa. El destello plateado refulge, Ulises se sobresalta.
– ¿Qué es todo esto? –gimotea.
– ¿No querías verme? –pregunta la voz femenina. El asiente una vez más alcanzando a musitar.
– Me asustás –la voz ríe encantada por la confesión del muchacho.
– No tengas miedo, Ulises. Mis compañeras y yo podemos mostrarte lo que vos más desees –se expresa la voz. El destello parpadea y en segundos se convierte en una de sus vecinas de carpa. El cuerpo resplandece en su desnudez. La canción de versos extraños comienza a sonar a su alrededor y las otras dos chicas se corporizan a su lado. También desnudas. Ulises deja de sentir frío. Sus músculos se tensan adquiriendo una tonalidad inusual. Una parte de su mente reacciona alertándolo del posible peligro.
– ¿Qué quieren de mí? –farfulla. Las tres mujeres rompen a reír al unísono. Pero sus risas no suenan ofensivas. Parecen encantadas con la reacción del muchacho.
– ¡Qué lindo que es! Una no siempre se encuentra con un joven virgen – exclama una de ellas.
– ¡No lo asustes! –interviene otra– O no va a poder encontrar la respuesta a sus interrogantes.
– ¿Ustedes pueden ayudarme con la conjetura Maldacena?
– Ya te lo dije, nosotras podemos mostrarte lo que más desees –afirma la primera.
– Concentrate y mostranos tu mayor aspiración –lo anima otra. Ulises cierra los ojos, ve frente a él un pizarrón en blanco. Las ecuaciones se van dibujando una a una hasta que su mente no puede seguir avanzando.
– No nos interesa tu simbología. Nosotras te vamos a mostrar lo que tanto te intriga –dice la primera y echa una mirada significativa a las otras dos.
Las bellas mujeres comienzan a cantar cada una en un tono y ritmo diferente. Se balancean en su sitio siguiendo la cadencia de su propia aria. Las tonadas se amalgaman elaborando una pieza musical extraordinaria. Los intestinos de Ulises se contorsionan y el diafragma se inflama vaciando los pulmones. Los párpados del muchacho se abren como dejando lugar a los globos oculares para que escapen. Ellas, sin cesar el canto, comienzan a girar alrededor de él. Ulises, movido por una fuerza ajena a su voluntad, comienza a rotar en el sentido contrario.
El singular carrusel aumenta la velocidad. Las mujeres cantan una octava más arriba. Pronto el conjunto comienza a resplandecer con una luz propia. Del bajo vientre de las cantantes se proyectan halos luminiscentes que las conectan a todas entre sí. Los rayos están compuestos por una miríada de pequeños filamentos de múltiples colores que vibran con vida propia.
El coro se detiene cuando las mujeres proyectan los fulgores sobre Ulises. El muchacho frena su rotación y el impacto de los rayos lo elevan sobre la superficie. Brama y se retuerce, adoptando posturas imposibles.
Los gendarmes encuentran el cuerpo en una playa de guijarros grises. El viento bailotea entre la copas de los alerces que circundan el lugar. Con voz femenina silba: ¡qué pena!, no pudo soportarlo.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Golem Recargado

Desde que Johannes Van der Waals V, en el año 2135 d.c. pactó con los markabianos, también conocidos en cuantiosas galaxias como los Señores de la vida, el mayor éxodo de la historia terráquea hacia los mundos de Ad-Dabaran, emociones y sentimientos fueron abolidos del espíritu de los humanos que quedaron rezagados en su planeta de origen. Para lograrlo, el primer decreto de los poderosos alienígenas al tomar posesión de la Tierra fue que los desechados debían ser desprovistos de sus cuerpos físicos. Tarea nada grata ejecutada por un puñado de esbirros traídos de los mundos de Rigel. Los rigelianos, cuando les impusieron la faena, exigieron como condición que les permitieran utilizar a estos rechazados para culminar con el desguace del planeta. Módico precio que los Señores de la vida pagaron sin discutir.
Una vez procesada la carne y la sangre, los esbirros almacenaron los Thets, en descomunales reservorios. Thet, la esencia que anima a toda entidad viviente, energía pura encapsulada dentro de cada individuo en una especie de acumulador, el Thöt Tyen. Los rigelianos ensamblaron unas estructuras sintéticas reciclables, diseñadas por el propio Johannes Van der Waals V antes de partir y, con no poca ironía, las denominaron golems. Similares a robots, los golems se animaron cuando les instalaron los Thets de los rezagados en un acumulador en el centro de la estructura.



En la selva circundante al Domo Sudameris, supervisado por el rigeliano Ot Brün, aún sobrevivía un grupo de humanos auténticos. Hombres y mujeres dedicados al desarrollo de sus máximas potencialidades físicas y espirituales. Esa noche, el médium de la comunidad había detectado una asombrosa actividad mental. Las ondas mentales sorprendieron a los viejos naguales por la amplitud de banda. Algunas de las emisiones superaban el rango humano, elevándose a zonas inalcanzables para ellos. El más viejo de los naguales canalizó la emisión junto a médium.
– Increíble, proviene de un rezagado –musitó el anciano– ¿Será por obra de Gaia? ¿Se manifestará a través de él? –el concejo se convocó de inmediato. Rohul, un joven guerrero, propuso rescatar al ente emisor del Domo. Los otros consideraron demasiado audaz la incursión.
– Los markabianos saben de nuestra existencia y de nuestro propósito, hasta ahora, no nos han molestado ¿Por qué iniciar una ofensiva? –manifestó uno de los ancianos. Los músculos de todo el cuerpo de Rohul vibraron al escucharlo. Avanzó hasta el centro de la asamblea.
– Hace años que no progresamos en nuestros propósitos de fusionarnos con Gaia y dar el gran salto ¿Mientras tanto qué ocurre? –hizo una pausa esperando, nadie respondió– Los rigelianos continúan desmantelando a nuestra Madre. Cuando el médium receptó al ente, ¡el más anciano y sabio aceptó que él podría ser el elemento necesario para despertar a Gaia! Hasta llegó a sugerir que la Madre Tierra podría despertar a través de él –Rohul paseó su figura formidable entre los miembros del consejo, fijando su feroz mirada en los rostros centenarios. Se detuvo ante el más anciano
– Sólo pido una partida de seis hombres, incluyéndome, para rescatar al ente.


La rótula gira en falso y se sale de su sitio. Rueda sobre las placas de copolíméricas grises que conforman el piso de la estancia hasta detenerse contra uno de los tabiques de poliéster aglomerado.
¿Cómo me he convertido en esto?, se pregunta Golem i 432891 en tanto renguea tras la rótula
– Pronto me enviarán a la planta de recuperación –murmura el rezagado y aunque la expresión parece contener alguna emoción, es sólo apariencia.
Golem i 432891, como todos los otros rezagados, no alberga recuerdo alguno acerca de quién fue alguna vez; en su existencia tampoco hay lugar para el placer de la reproducción sexual ni la necesidad de entablar relaciones empáticas ya que, como sujeto-objeto, apenas está por encima de las simples máquinas. No obstante, Golem i 432891 experimenta algo nuevo, indefinible. Sensación, por denominarla de algún modo, que le impide quedarse quieto. La jornada anterior, cuando operaba los nanorobots que extirpaban la última mota de oro de la mina de Famaillá, un estremecimiento invadió su leve conciencia. Examinó los sensores de su estructura corporal y nada estaba fuera de lo normal. Pero la extraña sensación persistió durante unos minutos. Y ahora, viendo cómo una de las rótulas de sus extremidades inferiores se desprende, otro tipo de agitación lo sacude. No quiero ir a la planta de reciclado, se sorprende murmurando nuevamente. Tapa el orificio parlante con el complejo mecanismo que tiene por mano. Al instante entran dos androides al aposento.
– Hemos detectado actividad mental perniciosa –informa uno de los autómatas. Los androides, aunque son sólo máquinas, desprecian a los rezagados, afecto resultado de la programación implantada por los esbirros regentes.
Ot Brün observa a Golem i 432891 a través de los lentes del androide. El excluido acomoda la rótula en su lugar, se incorpora con esfuerzo y responde.
– Aquí estoy sólo yo –con su habitual voz metálica y monocorde. Ot Brün da un respingo en su butacón ¿Yo? ¿Dijo yo? ¡¿De dónde sacó ese concepto este subser?!, con furia apenas contenida, golpea un botón de la consola.
– 432891, está detenido –informa el androide jefe. El otro autómata lo paraliza. Entre ambos lo trasladan a la planta de reciclado.


Ot Brün inspecciona la estructura inerte del rezagado. Pulsa un comando cristalino que devuelve al prisionero el control de su estructura corporal. No queda nada de orgánico en él. Se han simplificado todas las funciones al mínimo absoluto.
Golem i 432891 observa a su vez al examinador. Aunque no posee datos ni memoria contra los cuales contrastar lo que está experimentando reconoce de algún modo la fisonomía del extraño ser.
– ¡Nephilim! –Ot Brün sonríe.
– Sos un cacharro muy agudo ¿Cómo se te ocurren esas cosas?
– No lo sé.
– No soy un nephilim. Estoy por encima de ellos. No puedo mostrarme como soy realmente, pequeño. Si así lo hiciese te derretirías en instantes –miente–. Aunque eso no me preocupa en absoluto. En breve te enviaré a la planta procesadora. Cada una de las piezas que componen tu ridícula estructura será desensamblada y luego todas serán fundidas en un horno de alta temperatura para ser recicladas. Se convertirán en la materia prima para generar nuevas piezas. Algunas de ellas, tal vez, mejoradas.
– No deseo ser reciclado –el esbirro lanza una feroz risotada como respuesta. Pero no puede ocultar cierto interés por el rezagado.
– ¿Cuál es tu deseo, cacharro insolente? –inquiere. Golem i 432891 reflexiona un instante.
– Liberarme del mecanismo que me aprisiona –el rostro de Ot Brün se ensombrece.
– ¿Deseas ser un espíritu libre? –el rezagado asiente.
– Tengo muchas cosas qué hacer –aclara.
– ¡Increíble! –exclama el funcionario alejándose. Ensombrecido por la pretensión del golem, el rigeliano se pasea entre las maquinarias de desmantelamiento. ¡Ser un espíritu libre! ¿Cree esta lacra insignificante que eso es fácil? ¿Cree que con el deseo sólo basta? Patea uno de los terribles artefactos y profiere un alarido. ¡¿Cree él que puede desear ser libre?! ¡¿Cree que puede estar por encima de mí?!
Con los músculos de carne y los mecanismos protéticos en la máxima tensión soportable, el cuerpo del nephilim vibra en una frecuencia tan alta que resplandece peligrosamente. Se acerca al rezagado con pasos apresurados, se inclina sobre él.
– Escuhame, basura. Lo único que tiene algo de valor en vos es esa pila encerrada en el centro del trasto que tenés por cuerpo. Esa cosita ahí encapsulada no alcanza la categoría de Thet, el valor que tiene es tan ínfimo que a nadie le preocupa que yo la extermine en este momento con el resto de tus tristes piezas.
– No creo que sea así, nephilim.
El esbirro sale del recinto fuera de sí. Ingresa en la sala de control y con un golpe de puño acciona el comando que inicia el proceso de reciclaje. Un resplandor fulminante lo arroja al piso.


Con el cuerpo tiznado, agazapado entre unos hierbajos mutantes, el médium soporta los espasmos que le ocasiona la recepción. Cuando éstos aflojan, hecha una mirada significativa a Rohul. El dolor se refleja en su rostro, su sensibilidad telepática le permite sentir lo que les ocurre a ciertos congéneres a kilómetros de distancia.
– ¿Comenzó el proceso? –pregunta Rohul. El médium asiente– Entremos. Tenemos que rescatarlo.
Seis hombres avanzan hacia el bloque de piedra fundida. Marchan resueltos, sin ocultarse, dispuestos a todo en una misión casi suicida. Nunca antes un grupo de humanos auténticos había atacado una base de desguace del planeta. Rohul cuenta con el factor sorpresa, confía en que ningún nephilim haya sido informado por los markabianos de la existencia de estos pequeños grupos de resistencia.
El líder encara el portón de titanio. En lengua de Ad–Dabaran se dirige al dispositivo.
– ¡En nombre de Eon, ábrete! –de inmediato el gigantesco portal comienza a moverse. El pelotón se cuela al interior de la gruta apenas la rendija es suficiente para traspasarla cuerpo a tierra. Decenas de androides salen a su encuentro. Los cyborgs, no entrenados para el combate, caen en pocos minutos. Rohul encabeza la carrera por los pasadizos, azuzando al médium para que localice al rezagado. Pronto el canal telepático cae presa de incontrolables espasmos. Metros más adelante una pared de roca se desvanece.
– ¿Está ahí? –interroga el líder. El receptor asiente, exhausto. Rohul avanza blandiendo una macana de obsidiana. Traspone la abertura con cautela. Sobre un camastro de metal yace Golem i 432891, con los dispositivos oculares clavados en las estalactitas de la gruta. El guerrero se le acerca, observando todo a su alrededor, el recinto parece vacío. Dos de sus seguidores ingresan a la estancia moviéndose con prudencia. Rodean al ente. Parece estar desactivado.
– ¿Está vivo? –pregunta uno de ellos. Golem i 432891 reinicia las funciones. Los escruta con sus ojos artificiales uno a uno.
– ¿Qué son ustedes?
– Humanos –responde Rohul.
– ¿Humanos? ¿Existen aún?
– ¡Claro que sí! Y venimos a rescatarte.
– ¿Rescatarme?
– Saquémoslo de aquí. Esto fue demasiado fácil. No me gusta –los partidarios de Rohul alzan la estructura copolimérica de Golem i 432891.
– ¡Con cuidado! ¡Mi rótula! –la pieza se desprende y con ella una porción de la extremidad inferior. Uno de los portadores se agacha a recogerla, en ese instante un temblor sacude la estancia.
– ¡Rápido, no hay tiempo! –grita Rohul. Sobre ellos se corporiza el nephilim. Gritan ante la presencia imponente, sólo el jefe se mantiene firme. Ot Brün prorrumpe una risotada que se expande en un eco ensordecedor.
– ¡Humanos! –culmina la carcajada socarrona.
– ¡No me asustan tus truquitos efectistas! –vocifera el guerrero– ¡Combate! –desafía haciendo girar la macana. Ot Brün arroja una nueva carcajada pero esta vez el eco no la continúa.
– No te apresures, chiquito. ¿Combatir para qué? ¿Con qué objeto? –el nephilim exhibe una esfera de cristal atravesada por múltiples filamentos de diferentes colores que se mueven como si tuvieran vida propia– Manipulando el rojo envío al rezagado a la nada. Manipulando el azul envío a toda la base más allá de la luna. Pulsando el amarillo…
– Me aburrís –interrumpe el líder.
– Tengo una propuesta. Y te advierto que es la única que voy a realizar. Si no la aceptas te envío a vos, junto con tus monigotes y la chatarra que has venido a buscar, al no espacio –el guerrero frunce los labios en un gesto guaso–. Hablo en serio, primate. Los dejé llegar hasta aquí para entretenerme un rato. Tantos años de sorber a vuestro planeta me tiene harto. No crean que lograron divertirme, como guerreros son un fiasco –el nephilim comienza a juguetear con el filamento rojo. Golem i 432891 se contorsiona de un modo ridículo. En el centro de la estructura copolimérica, el Thet inicia un movimiento vibratorio, pronto refulge, incandescente.
– ¡Pará! –reacciona Rohul alarmado– ¿Cuál es la propuesta?
– Vos te quedás, tus amigos se pueden llevar el trasto que vinieron a buscar –el guerrero lo piensa un breve instante. Mira a sus hombres. Asiente.
– Lárguense –los humanos abandonan el recinto llevándose en andas a Golem i 432891. El guerrero, cuando considera que sus compañeros están a salvo, gira su acerado cuerpo encarando al nephilim–. Acá estoy –se arroja contra el alienígena a una velocidad tal que se convierte en una mancha broncínea. Ot Brün bloquea el embate y le asesta un golpe con su antebrazo que lo arroja contra el camastro de metal. Unos lazos cobran vida e intentan aferrar al humano a la trampa. Rohul se impulsa con sus piernas, elevándose y girando hacia atrás. Cae al piso adoptando una postura de ataque.
– Estás bastante bien entrenado, simio –adula el rigeliano– ¡Mejor, menos trabajo para después!
– No pienso convertirme en un esclavo –embiste de nuevo. El alienígena lo rechaza sin esfuerzo.
– Te estás poniendo previsible. No perdamos más tiempo… –Ot Brün se eleva, abre los brazos, se enrosca hacia un lado y gira sobre su propio eje. Gira y gira adoptando la apariencia de una campana. Todo el recinto retumba con el repicar del nephilim transformado. Rohul cae de rodillas, grita de dolor. Con ambas manos se cubre el bajo vientre. Siente que sus órganos internos pujan para afuera, lesionando los músculos abdominales. Las campanadas se elevan una octava. El guerrero se revuelca por el piso. Ya no chilla, aprieta sus dientes hasta hacerlos rechinar, las venas de su cabeza a punto de estallar. Se retuerce como una lombriz chamuscada hasta perder el conocimiento. El rigeliano deja de girar. Recupera su forma habitual. Desciende a pocos metros del cuerpo del rebelde. Entran dos androides al recinto.
– Llévenlo a la nave. Por fin conseguí el salvoconducto a mi estrella natal. Ya nada tengo que hacer en este planeta.


El concejo nagual rodea a Golem i 432891. El ente observa a los ancianos. Uno de ellos levanta la vista al azul profundo del cielo. La nave ya casi es indistinguible para el ojo humano. El ente proyecta su visión a la chispa que asciende.
– Me está dando hambre… –comenta Golem con una nueva y estruendosa voz. El nagual más anciano sondea el cerebro artificial del rezagado. Comprende que un Thet extraño, proveniente de una estrella lejana, anidó en la estructura artificial.
– Cuida… –intenta advertir. El mecanismo de copolímero se desploma desarticulándose. Una tos carrasposa sacude al anciano. Pronto los espasmos sacuden por entero el frágil cuerpo. Los otros lo rodean. La masa corporal del anciano se inflama. Unas pústulas verde azuladas brotan por toda la extensión de su piel. Los ojos estallan salpicando de sangre al resto del concejo.
– ¡Está poseído! –alcanza a gritar uno de ellos, el primero en recibir la feroz dentellada del ser morado y viscoso en el que se convirtió el anciano.


Ot Brün observa encantado a su presa. Rohul, recuperado, flota dentro de un cilindro de cristal. No puede mover ni un solo músculo. Continúa vivo por obra de la tecnología que los markabianos cedieron a cambio de oro y diamantes a los rigelianos. El esbirro acaricia la esfera cristalina atravesada por los múltiples filamentos móviles. Desliza una de sus afiladas garras por uno de ellos. La cabeza de Rohul se inclina hacia él. El nephilim arquea su boca de un modo extraño, sonríe.
– Cuando ya no quedaba nada de valor para mí en este planeta mugriento, un monigote es poseído y te atrae a vos... ¡el mejor negocio de mi larga existencia! Vos, ¡solo para mí! –ríe– Los humanos y la poca vida que queda en este planeta desolado, para él –Ot Brun levita igualando en altura al cuerpo flotante del humano.
– Sé que ambicionas poder, Rohul. Lo sentí cuando te acercabas a la base. Tendrás tu cuota, como todos los de tu raza que han operado para nosotros, desde los comienzos.
Las palabras penetran con claridad en la mente del prisionero. Miles de imágenes de entrega, traición, corrupción, hechos acontecidos a lo largo de la historia de la humanidad, desfilan por el córtex cerebral del guerrero. Comprende que ha sido utilizado. Vislumbra que va a continuar siendo manipulado. Deja de percibir visualmente su entorno, sólo ve unas chispas multicolores y unas nubes azuladas que se forman de fondo. Rohul, entiende que el proceso de programación de su ser ha comenzado.

lunes, 31 de agosto de 2009

REX LUSCUS

Rex Luscus y su consorte lo hacen por y para vos.
El circo sin fin distrae el espíritu,
como el dulce humo que absorbe la grasa de las neuronas.
Apuntillar la personalidad en el lodo ludens
sin que jure con gloria morir.
Diluir el juicio en el caldo genérico de la imbecilidad
ungiendo la apariencia como lo auténtico.
Aspiraciones de todo tirano.
Inter caecos regnat luscus.

lunes, 10 de agosto de 2009

Valores

La tarde anterior mi jefe arrojó los cheques sobre el escritorio que ocupo. Seis papeles con montos que iban desde varios cientos hasta de algunos miles ¡Mierda! Esto me la termina de complicar, pensé.
– Mañana, sin falta, quiero el efectivo acá… ¿entendiste? –asentí.
La vigilia transcurrió al ritmo repiqueteante de las gotas que caían sobre la ciudad entera, estremeciéndose por momentos con la percusión de los truenos. Dejé a los chicos en el colegio y partí rumbo a la empresa que me pagó con los valores sin fondos. Avanzaba por Galván hacia la autopista Panamericana. Obviando el amarillo, el semáforo cambió a rojo. Apenas pisé el freno, el auto patinó. Atiné a levantar el pie, maniobrando con el volante. El coche se ladeó para la derecha, luego se enderezó, finalmente se torció hacia la izquierda. Impacté con el guardabarro delantero izquierdo contra el único auto detenido. Un taxi.
– ¡No lo puedo creer! –me agarré la cabeza. Del otro auto salieron como disparados un hombre y una mujer. Inspeccionaron la unidad. Tenía todo el lateral derecho abollado. La mujer se acercó a mi ventanilla. Comenzó a golpear el vidrio con el puño.
– ¡¡¡Bajate, animal, bajate!!!. –una furia demencial chisporreteó en mi cráneo. Clavé los ojos en ella. Sólo el rostro ocupaba mi espectro visual, noté el súbito cambio de su expresión. Retrocedió un par de pasos. Abrí la puerta y salté fuera. El hombre la tomó por los hombros. La conminó a tranquilizarse. La reacción de él fue como un bálsamo para mí. Examiné los daños.
– Señora, hablemos con calma. Perdí el control del auto. No los choqué a propósito. Discúlpeme –ella se largó a llorar.
– Es que recién lo sacamos del taller –aclaró él.
– ¿Del chapista?
– Sí. Nos había chocado un colectivo hace quince días.
– Yo tengo seguro. Es evidente que la culpa es mía, la compañía les va a pagar el arreglo.
– ¡Qué seguro ni seguro! ¡Pagan cuando se les da la gana y siempre menos de lo que sale el arreglo! –sollozó ella. Yo, de todos modos, saqué la licencia de conductor y la tarjeta del seguro.
– Señora… intercambiar nuestros datos y denunciar el accidente es lo único que podemos hacer –miré la tarjeta del seguro. El vello de todo el cuerpo se me erizó. Estaba vencido, no tenía cobertura– …esperen un momento que llamo a mi asesor de seguros a ver qué se puede hacer –me aparté. Había dejado el celular dentro del auto. Fui a buscarlo. No lo encontré a primera vista. Con el impacto se había deslizado de la butaca del acompañante. Lo encontré luego de una frenética búsqueda. Llamé a mi asesor.
– Diego, habla Eugenio –contestó medio dormido, saludándome con su acostumbrada chabacanería afectuosa, lo corté en seco– Por favor, escuchame, choqué contra un taxi y me acabo de desayunar que tengo el seguro vencido hace dos días ¡No me avisaste!
– ¡Sí que te avisé!
– ¡No, no me avisaste!
– ¿No te avisé? ¡Qué idiota que estoy, mi Dios!
– Bueno. Ahora, ¿qué hago? El que tiene la culpa soy yo.
– Arreglá para que hagan la denuncia pasado mañana. Renuevo la póliza en la misma compañía. Después que hagan el reclamo de terceros y que le cobren al seguro.
– ¡Diego! Los choqué justo cuando estaban retirando el coche del taller de chapa y pintura ¡No sabés el drama que es esto! ¡Tenemos que arreglar el auto ya!
– ¿Dónde estás?
– En Galván y Huidobro.
– Listo. Acompañalos al taller de un amigo cerca de ahí, en Melián y Tamborini. Se llama Julián. Yo le aviso por teléfono que vas vos con un taxi para que lo arregle con urgencia. Los dos van a tener que hacer la denuncia dentro de cuarenta y ocho horas. Que le firmen un poder a Julián, el tallerista –me acerqué a la pareja.
– Bueno… el asunto está resuelto. Vamos a un taller que trabaja con mi productor de seguros y ya se ponen a trabajar en el coche. Ustedes le firman un poder al dueño del taller y él se arregla con la compañía.
– ¡Yo quiero arreglar el auto en mi taller! –reaccionó la mujer con voz chillona. Sus modos me hartaron.
– Señora, le voy a hacer muy franco, si no lo hacemos como le estoy proponiendo va a tener que iniciar un juicio en mi contra y no va a cobrar nunca más, porque yo no tengo nada a mi nombre, ni nada a nombre de nadie. No tengo un centavo.
– ¿Y el seguro? –preguntó el hombre.
– Se venció hace dos días. Estoy sin seguro –si hasta ese momento el rostro de ambos expresaba angustia, después de escuchar lo que les dije, manifestaron terror.
– No quiero arruinarles la vida –agregué–, al contrario, les quiero dar una solución a este problema. Ésta es la mejor opción que tengo para proponerles ¿Vamos al taller?
– No –respondió ella.
– …
– Estoy harta de estos manoseos ¡Usted nos chocó! Si no tiene seguro, ¡pague el arreglo de su bolsillo! ¡Ahora!
– Señora…
– ¡Nada! Páguenos como sea… –… están sin depositar…
– ¿Acepta cheques de terceros?
– ¡Lo que sea! –saqué los valores del bolsillo interior del abrigo. Verifiqué los importes. Le tendí dos a la mujer.
– Eso suma casi mil trescientos. Están en fecha ¿Así está conforme? –me los arrancó de la mano. Los inspeccionó con avidez. Luego los guardó en su cartera.
– Vamos… –se dirigió al hombre.
Me apoyé sobre el guardabarro deformado de mi auto. Un arco iris atrajo mi atención sobre el pavimento empapado. La pareja taxista siguió su camino.
Yo, no sabía a dónde ir.

viernes, 17 de julio de 2009

El onironauta de Villa Urquiza

Los hechos ocurrieron en la legendaria Reyna del Plata, algunos años después de la época de las calles cortadas. Entre los deambulatorios motorizados de ojos inyectados y los boyantes boquiabiertos de brazos colgantes, el ensoñador de Villa Urquiza, una tarde invernal, atisbó que entre la rotura de los mundos, aún quedaba un puente en pie. Con una determinación insólita en un onironauta, decidió encontrar el emplazamiento del enlace entre los cosmos. Universos que se habían escindido poco tiempo atrás, aunque muchos creyesen que siempre habían estado separados, olvidando la precaria unidad que duró siglos, milenios.
El modesto ensoñador ejercitó su cuerpo durante semanas. Aguzó su mente dispersa. Adquirió viejas habilidades, entrenándose con el último capacitador pragmático. Se alimentó mascando las duras semillas del yuyo de la discordia, flores de cardo y brotes de las especies nuevas que crecían en los baldíos cada vez más extensos de la ciudad semisumergida.
Una mañana en que el sol resplandecía en los charcos frecuentes, el ensoñador rumbeó hacia el este, a bordo del herrumbrado monociclo. Un deambulatorio motorizado, comandando un poderoso Scania, arremetió contra él. El claxon bramante delató la funesta intensión. Con un leve movimiento de caderas, el ensoñador, logró esquivar la embestida. Unos boyantes salpicaron sangre y saliva al ser arrollados por la mole. La ochava que recibió al bólido no pudo resistir el impacto y se derrumbó sobre el tractor, otorgándole profana sepultura. El sueñero no dejó de pedalear hasta llegar a las barrancas de la nueva ribera. Decenas de deambulatorios hacían rugir los motores quemando las últimas gotas de combustible fósil alrededor del pabellón de las orquestas, frente a las torres derruidas. Las escenas ensoñadas lo llevaban más allá de ellos. Una multitud de boyantes se debatían entre avanzar hacia las aguas o retroceder a las calles, embadurnándose en los lamparones lodosos. Se empujaban unos a otros, sin deseos de dañarse, impelidos por una fuerza ajena.
El onironauta avanzó por la franja de terreno libre entre los grupos, con los brazos en alto. Algunos boyantes, los más despiertos, alcanzaron a fijar su efímera atención en él. Del otro lado, los más furiosos entre los furiosos, posaron sus miradas inyectadas sobre la figura delgada del monociclo.
– Yo iré de avanzada –exclamó, comprendiendo que todos estaban ahí porque habían percibido algo, y arrancó raudo hacia su destino. Los rayos de la única rueda se tornaron invisibles. El ceño del más espabilado de los boyantes se frunció por un instante. El gruñido del más rabioso de los deambulatorios quedó apagado por el rugido metálico del tornado siete bancadas. Las ruedas traseras chirriaron echando humo, quemando caucho para luego salir disparadas, empujando la esbelta carrocería del Super Sport, dejando dos negras estelas sobre el pavimento agrietado.
El ensoñador zigzagueó sintiendo la cercanía del predador motorizado. Saltó por una de las barrancas. El coche brincó tras él. La explosión hizo perder el equilibrio al monociclista. Cayó y rodó sobre el barro. Las llamas abrasaban la carrocería sobre el cuerpo maltrecho de la estatua de la Libertad. Dolorido, dispuesto a culminar la misión, el sueñero se incorporó. La rueda de su transporte estaba arruinada. Continuó a pie. Por horas chapoteó, hundiéndose hasta la mitad de las espinillas en las aguas aleonadas. Hasta que por fin divisó el puente. Brillaba reflejando los rayos declinantes. Cauto se acercó al pedestal bañado por las aguas que sostenía el dispositivo metálico, en forma de flor. Apoyando su espalda contra el pilar se durmió. Ensoñó, buscando establecer contacto.
Caminando sobre una explanada elevada a decenas de metros sobre un mar embravecido el onironauta se encontró con la mujer de los ojos glaucos. Todo en ella le hizo creer que lo estaba esperando. Se le acercó.
– Aquí estoy, señora –ella lo ignoró. La mujer se deslizó hasta el borde de la plataforma. La siguió. Las pupilas de ella recorrían la espuma del oleaje.
– De nada sirve que hayas venido –dijo de pronto, con voz prístina.
– ¿Por qué me llamaste, entonces?
– Nadie te llamó.
– ¡¿Qué sentido tienen los mensajes?!
– Ninguno. Son disparates.
– Pero... deben tener algún fin...
– Mantenerlos más y más alejados. Pero eso ya no importa... –de una cadena pendía una flor de plata. La desabrochó de la cadena con parsimonia– Adiós –dijo y la arrojó al mar.
El onironauta despertó estremecido. Los pétalos enormes se desplomaban a su alrededor hundiéndose para siempre en el cieno.