martes, 6 de mayo de 2014

PERCANTA QUE ME AMURASTE

—¿De qué se ríe, tordo? —le pregunté, a un costado ya había tres botellas de cabernet sauvignon vacías sobre la mesa, el reloj con el escudo de Boca marcaba las trece y siete.
—Lo que acabás de contar de esa mina, me hace acordar a otra historia —me contestó el abogado—. Hablando de minas y de minas que son unas buenas hijas de puta, te voy a informar que las hay de dos clases: las locas de la cabeza y las locas de la concha. Eso es así como que yo soy el Alfredo, como que lo que hay en el vaso es vino y como que lo que hay en la panera es pan. Las minas están cada vez peor, cada día más locas. Y para ser más claro te voy a contar una historia y te aclaro que lo que te voy a contar no lo leí en Radiolandia 2000, ni lo vi en la tele en un programa de chismes… lo viví, seguí el caso de cerca, y si no me crees… ¡es tu problema! —el viejo ya se estaba enervando, sus mejillas y su papada de hipopótamo estaban virando al púrpura.
—Tranquilo, tordo. Cuente que me interesa.
—Va, pero ante el hecho evidente de que no queda más vino tinto, te voy a pedir que muevas el culito y traigas de la heladera una damajuana.
Fui a la cocina, sobre una hornalla al fuego mínimo humeaba una olla enorme. El  aroma que al inflamado abogado le parecía el summun delikatessen, a mí me apestaba a pastiche podrido. Saqué la damajuana de la heladera. Estaba abierta y sólo quedaba la mitad. Volví al estudio. El doctor extendió su vaso y lo llené.
—Esta historia que te voy a contar es real. Es real porque pasó. Así de simple. Es la historia de un pajarito y de una hija de mil puta, una de las más malas hijas de la más mala madre que hay, pero hay que reconocer, muy astuta. Estoy hablando de La Gordi. Ese es su nombre de batalla. No te voy a decir su nombre real porque ella todavía anda por ahí, enganchando giles ¿Y quién soy yo para avivarte a vos? La Gordi es una mina diligente, no me preguntes que quiero decir con diligente, pero digamos que es una mina diligente y que le gusta mucho la guita, es capaz de hacer cualquier cosa por guita. Claro que esta mina no puede hacer la calle, ¿quién va a pagar por un polvo con La Gordi? No obstante se las arregla muy bien, siempre tiene a más de un punto alrededor suyo y no hubo uno que le pudiese sacar un mango. Esta mina anda en cosas raras –hizo una pausa y se me quedó mirando, pestañando muchas veces, otorgando un toque de mayor picardía a sus acuosos ojitos verdes, casi ocultos tras unas enormes bolsas. 
—¿Qué tipo de cosas raras?  
—La mina trafica, gil. Vende frula y, según algunos conocedores, de la buena. Los clientes la llaman a un teléfono celular y ella va a entregar a donde le digan. Tiene una cartera de clientes, digamos, selecta y no vende minucias, maneja un volumen interesante. Una mañana recibe un llamado de uno de sus clientes, un punto muy piripipí, que trabajaba, bueno ¡trabajaba!, el punto era el cafiolo de unos gatos de la zona de Recoleta, y le pide una cantidad importante de merca con urgencia. Ella todavía no se había ido a dormir, pero como ya dije, es una mina diligente, así que agarró la cantidad solicitada, la metió en una cartera y salió a hacer su entrega. Te aclaro que La Gordi se viste de un modo muy peculiar, sea verano o invierno usa unas blusas o camisolas de seda muy coloridas y con el escote muy pronunciado, le gusta mostrar sus voluminosas tetas. Sabe que con eso distrae a la gilada. En las patas usa solamente medias, no se pone polleras ni pantalones, también colorinche. Si hace frío se pone un saco o un tapado sobre ese atuendo. Pero siempre se viste así. Tiene la colección de blusas, camisolas y medias, más grande y estrambótica del país.
—Es una gorda sarpada.
—No te quepa la menor duda. Es toda una hija de puta. Una mina que se merece que le peguen una patada en la... bueno como te decía agarró la cartera y se fue para Recoleta y es aquí donde entra en acción el pajarito, que más que pajarito es un perejil, la figura misma del otario. Imaginátelo, enclenque, pelo largo enrulado peinado para atrás, anteojos de armazón plástico grueso colorados, vestido con un saco que le queda grande y encima creyéndose listo, creyéndose un ganador. Lo voy a bautizar El Bobi, por llamarlo de alguna manera dentro de esta historia que te cuento, que por otro lado insisto en que es real, ¡lo juro porque te caigas muerto de cáncer ahora mismo!
—Dele , tordo, siga…
—¡Ah! ¡Picaste, gilum! ¡Te interesó la historia! ¡Si querés que siga contando, canalla, no me hagas pasar sed! ¡Dame más vino que se terminó! —le llené de nuevo el vaso— Escuchá bien, porque creo que te estoy desasnando. Tengo la sensación de que vos todavía sos un chichipío que tiene muchas cosas que aprender y que todavía hay cosas o actitudes de las personas que te sorprenden o que te indignan. Yo, en cambio, ya perdí toda capacidad de asombro. Estamos en una época en que no se respeta nada, una época en la que todos los códigos han sido violados, sino mirá como se comportan ahora los chorros, te matan por unas chirolas. Bueno como te decía El Bobi se cree muy listo y, por alguna razón de índole hormonal, decidió que esa mañana de primavera era una buena mañana para levantarse minas por Recoleta ¡Qué gil!




A esta hora están todas volviendo de los gimnasios con la ropita bien ajustadas, ¡potras divinas!, piensa El Bobi. A través de sus anteojos de miope divisa a una beldad que se acerca trotando. Se le interpone en su camino
—¿Solita, bebé? ¿No querés que corramos juntos?
—¡Correte, idiota!
—¡Uy, Dios, qué loca que está esta mina! Brrrr —tiembla. ¿Y esa otra? ¡Qué ojos que tiene la elfa de mis sueños de plenilunio! La mujer, vestida con un trajecito sastre color trigo, hojea una revista de negocios frente a un kiosco. El Bobi se le acerca. 
—Hola, bombóm ¿Charlamos de business en el café?
—¡Qué desubicado! ¡Andate o llamo a un policía!
—Chau, hermosa, te amo.
A los personajes de Buenos Aires, reza el cartel sobre la fachada de La Biela, La Gordi , apostada en la puerta del bar, inspecciona las inmediaciones. Localiza a su cliente sentado en un banco en el paseo que va a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar. Él también la ve, se desmonta los clipper Ray Ban y con un movimiento de cabeza le indica que se acerque. La Gordi da un paso, mira hacia la otra esquina y se para en seco. Un auto con dos tipos adentro no le gusta. Mira a su cliente, el de los clipper Ray Ban  se acomoda y golpea el asiento invitándola. Ella niega con la cabeza, un movimiento suave. El comprador la llama . Ella atiende al instante.
—¿Qué te pasa mamita que no te acercás?
—Me estás entregando, hijo de puta.
—¿Estás paranoica? Yo creía que vos no tomabas... no seas loca, hay gente en La Biela que no quiero saludar.
—Bueno, bueno, ahí voy —contesta ella y corta. ¡Pero mirá a esa rellenita en la esquina!, se dice El Bobi con alegría. ¡Qué delanteras que tiene!
¿Me estás esperando? —la encara. La Gordi se sobresalta. Lo mira de arriba a abajo, luego sonríe.
—A vos te mandó mi ángel de la guarda —lo saluda casi cantando.
—¿Estás en problemas, gatito?
—Sí, pajarito —hace un pucherito.
—¿Qué te pasa? Yo te puedo ayudar.
—¡Ay, que divino! No es nada grave, mi vida. Es que acabo de torcerme el tobillo y me duele tanto que no puedo dar ni un paso más.
—Pero vamos a un lugar tranquilo que te hago unos masajes —se entusiasma El Bobi.
—Sí, sí, a donde vos quieras, pero antes me tenés que hacer un favor.
—Lo que quieras –responde El Bobi a punto de zambullirse entre sus pechos.
—Buenoooo —lo frena y saca el paquete de su cartera— Todavía me queda por hacer una pequeña tarea, después tengo todo el resto del día para vos, ¿sabés? Ahora prestá atención, ¿ves al señor que está sentado en aquel banco?
—¿Cuál? —pregunta El Bobi entornando los ojos.
—El que tiene los anteojos de sol con armazón dorado —indica ella y desliza en el bolsillo del saco el paquete con la cocaína. El Bobi la mira desconcertado— Soy cadeta de un laboratorio químico. Ese señor no me conoce y hay que entregarle la muestra que te dejé en el bolsillo. Vos dásela y decile que se lo mandan del laboratorio. 
—Yo se lo llevo, pero después nos vamos a tomar algo, ¿sí? No te vayas a ir.
—No, mi vida. Yo te espero acá, si no puedo caminar...
Desde el auto observan los movimientos. Otro, sentado junto a unas señoras que se asolean, vigila con atención al de los anteojos dorados. El Bobi se acerca al comprador con el paquete en las manos.
—Disculpe señor, buenos días. Me envían del laboratorio para entregarle una muestra… —el comprador se levanta como un rayo y le pega una patada en las costillas. Le saca el paquete de las manos y se lo vuelve a meter en un bolsillo del saco. Uno de los policías sale del auto dando a los gritos la voz de alto. El comprador sale corriendo hacia la parroquia. El policía del banco corre tras él. La Gordi se escabulle entre las mesas de la vereda. El toxi que dió la voz de alto desenfunda un .38 y corre hacia El Bobi. El chico se despabila y sale corriendo a toda velocidad rumbo a la avenida Libertador. El policía que quedó en el auto pone primera y arranca dejando la marca de las ruedas en el pavimento. Arremete tras el muchacho. En la entrada al estacionamiento subterráneo le cruza el coche. El Bobi vuela por encima del capot y cae rodando sobre el césped, se incorpora y sigue corriendo. El policía sube el auto pero no puede avanzar más que unos metros, está lleno de gente tomando sol. El otro, sin aliento, trota con el arma en la mano. Busca al muchacho. No lo ve. Suena el handy. El policía que estaba disimulado en el banco, le informa que perdió al comprador.
—Ese no nos importa. Es el cebo. ¿Dónde esta el otro? Cambio.
—Lo estoy viendo. Está entrando al cementerio. Cambio.
—Cubrí la puerta.
El Bobi corre por el pasillo central del cementerio hasta el monumento al General Pedro Aramburu, ahí gira hacia la izquierda y luego toma uno de los pasajes oblicuos. Lo recorre hasta que en una esquina, donde está el mausoleo de la familia Roca, encuentra un lugar para vigilar y esconderse, un enclave que tiene salida hacia tres pasillos.
Los policías se encuentran en la entrada del camposanto. Se colocan la placa en un lugar visible y entran armas en mano. Se dividen, uno queda en la puerta, vigilando, los otros dos van por caminos diferentes. El Bobi tiembla, acurrucado contra la esquina de la tumba, mira para todos lados. Un toxi pasa por el pasaje frente al mausoleo Roca. El Bobi se aleja pegado a la pared del panteón después corre en silencio para el otro lado por un pasaje oblicuo. Se oculta en la puerta de  un mausoleo chico. Ve pasar al otro, al final de ese pasaje, suspira, levanta la vista, por una avenida hay panteón muy grande, separado de los demás, una enredadera se eleva a sus costados creando una frondosa vegetación en la cúspide de la bóveda. Decide correr hasta ahí, treparse por la planta y saltar a la calle. Corre a máxima velocidad y gana una rama gruesa de un salto. Trepa como un mono hasta que escucha el grito. 
—¡No te muevas! —vocifera el oficial a cargo apuntándole con el .38. El otro sonríe, también apuntándole con una 9 mm.— ¿Bajas?, o te tumbamos de un hondazo, pajarito.



—¡No puedo creer que haya alguien tan gil! —dije cuando el tordo terminó de contar la historia.
—¿Estás dudando de mi palabra?
—Me cuesta creer que aún quede alguien tan inocente como ese chico. Es más, no sé si alguna vez vivió una persona tan incauta.
—No me equivoco cuando digo que a vos todavía te falta mucha suela que gastar. La historia todavía no terminó. Como te dije antes, las minas pueden ser locas del mate o locas de la concha. A veces es difícil discernir cuál de las dos locuras las aqueja. Por algún motivo que desconocemos, La Gordi no dejó las cosas ahí nomás. Tal vez porque nunca antes fue tan deseada, tal vez porque en el fondo El Bobi sea un ganador, ella movió sus contactos. La evidencia, o sea el paquete con la droga, se perdió en la comisaría, y el pibe salió libre en unas pocas horas sin necesidad de realizar demasiados trámites. Lo cierto es que ni en las actas de la seccional ni en ningún archivo policial existe mención a ese disparatado operativo.
—Tordo, yo creo que usted es un gran fabulador y en el fondo, un romántico.
—Y yo creo que vos sos un pajarito.




Esa fue la última vez que lo vi al tordo. Murió una semana más tarde de un paro cardíaco. Muchos fueron al velorio, había gente de toda clase y condición: jueces, abogados, bribones, empresarios, sindicalistas, cantantes de tango y artistas plásticos. Antes de que cierren el cajón entró una pareja, ella estaba vestida con una camisola violeta y verde que le llegaba a la mitad de los muslos, sus piernas cubiertas por unas medias amarillas eran macizas y regordetas, él, de estatura mediana, desgarbado, con el cabello largo peinado para atrás, portaba sobre su nariz ligeramente aguileña unos anteojos de armazón plástico colorados. Se acercaron al cajón. Ella besó la frente del cadáver, él le apretó las manos, luego se fueron tristes, abrazados.

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